A Madre, a Padre, a Hermano...
Abandono la casa que cobijó el cambio.
Las paredes reproducen, incansables, las carcajadas,
el llanto, los besos, los inocentes y poderosos sueños,
las ardientes velas que iluminaron el amor
en el que creció nuestra familia.
En mi nuevo hogar no hay velas,
tampoco está la sillita de mimbre
con mi sombrero de hada posado.
No hay abrazos de consuelo,
mujercitas o talleres de Santa,
frotes en las rodillas.
Ni olor a madre,
ni a padre,
ni a hermano.
No hay sonidos de pezuñas en la madera,
nadie que me arrope y desee,
realmente,
que duerma tranquila.
No hay tirabuzones o vestidos rosa,
ni meñiques por sostener,
ni cálidos hornos refugiando pasteles.
Este entorno me asusta,
tanto como despedirme de la niñez,
porque tampoco hay niñez en mi nuevo hogar.
En lugar de eso,
hay una mente repleta,
mil pensamientos, todos ellos con mi voz.
Agotador,
sin poder huir de ella.
Cuestionarse el mundo, mi valía, mis ilusiones.
Enfrentarse al miedo, al daño,
al fracaso, a la decepción.
¿Y si volviese?
¿Podría ser, de nuevo, una niña?
¿Retroceder hasta estar recién duchada en el sofá?
Ojalá mi nuevo hogar,
se sintiese como uno.
A la lejanía,
espero que alguien llame a la ventana,
con los nudillos de la adultez,
alguien me encontrase y transmitiese
la misma seguridad
que el olor a madre,
a padre,
a hermano.
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